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América: El Muralismo Mexicano y el Arte
en Los Estados Unidos, 1925–1945

Barbara Haskell, curadora

Exposición relacionada
Vida americana: Los muralistas mexicanos rehacen el arte estadounidense, 1925–1945 se exhibirá al público en el Whitney del 17 de febrero al 17 mayo de 2020.

La frágil paz que surgió en 1920 al concluir la Revolución mexicana trajo consigo un cambio cultural considerado “el más grande Renacimiento del mundo contemporáneo”.Frank Tannenbaum, “Mexico–A Promise”, The Survey “Graphic Number” 52, n.° 3 (1 de mayo de 1924): 132.En el centro de este “nuevo florecimiento” de México se encontraban los monumentales murales públicos encargados por el nuevo gobierno del presidente Álvaro Obregón, en los que se representaba la historia y la vida cotidiana del pueblo de la nación.Ernest Gruening, Mexico and Its Heritage (Nueva York: Century Co., 1928), 635.Al plasmar temas sociopolíticos con un vocabulario pictórico que celebraba las tradiciones prehispánicas del país, los murales otorgaron a la antigua técnica del fresco una renovada vitalidad que competía de igual a igual con las tendencias de vanguardia que arrasaban en Europa, mientras que establecía, al mismo tiempo, una nueva relación entre el arte y el público al narrar historias relevantes para hombres y mujeres común y corrientes. No había nada en los Estados Unidos que pudiera compararse. Cautivados, los estadounidenses que visitaban México desbordaron las revistas como The Nation, New Masses, Creative Art con efusivos informes acerca de los murales. “México está en boca de todos”, declaró el fotógrafo Edward Weston. “México y sus artistas”.Edward Weston, The Daybooks of Edward Weston, ed. Nancy Newhall (Nueva York: Aperture, 1973), 2:244.Oleadas de artistas estadounidenses acudieron a México para ver los murales en persona y trabajar con los muralistas. Pero con el aumento de las tensiones políticas hacia finales del mandato de Obregón en 1924 y la disminución de los encargos de murales, los muralistas se dirigieron a los Estados Unidos en busca de patrocinio. Entre 1927 y 1940, los principales muralistas mexicanos —José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros— visitaron los Estados Unidos para ejecutar litografías y pinturas de caballete, exponer su obra y crear murales a gran escala en ambas costas y en Detroit. Su influencia resultó ser decisiva para los artistas estadounidenses que buscaban una alternativa al modernismo europeo para conectarse con un público profundamente afectado por el comienzo de la Gran Depresión y las injusticias socioeconómicas expuestas por el colapso del mercado de valores estadounidense. Como declarara la artista y crítica Charmion von Wiegand en 1934, los artistas mexicanos ejercieron “más influencia creativa en la pintura estadounidense que los maestros modernistas franceses… Le han devuelto a la pintura su función fundamental dentro de la sociedad”.Charmion von Wiegand, “Mural Painting in America”, Yale Review 23, n.° 4 (junio de 1934): 790–91, 799.

El Renacimiento mexicano siguió a la devastación que dejaron atrás los diez años de guerra civil en el país, durante la cual se calcula que fallecieron uno de cada diez mexicanos y decenas de miles de ciudadanos huyeron, principalmente a los Estados Unidos. La serie de asesinatos, golpes de estado y conflictos armados que había estallado tras la expulsión en 1910 de Porfirio Díaz, el dictador que había gobernado el país durante treinta y un años, daría paso finalmente a una nueva constitución que ratificaba una amplia serie de reformas, entre ellas, políticas de orientación marxista que buscaban reducir la influencia de la Iglesia Católica, dar poder a los sindicatos obreros y redistribuir las propiedades de los terratenientes adinerados. La implementación dispar de estas reformas y la violenta reacción que inspiraron en los sectores conservadores desembocó en una situación política inestable. Para lograr la unidad de un país compuesto por cientos de grupos étnicos que no compartían una misma cultura y que hablaban muchas lenguas distintas, los funcionarios del nuevo gobierno de Obregón y sus aliados se dieron cuenta de que el gobierno debía construir una idea compartida de la identidad y la historia nacional mexicana, en la cual la población de campesinos indígenas del país pasara a desempeñar un papel fundamental. “Que el indígena sea la unidad básica del ideal económico y cultural”, exhortó el antropólogo Manuel Gamio. “Todos los habitantes deben identificarse en espíritu con los campesinos si quieren llamarse hijos legítimos de la tierra”.Manuel Gamio, parafraseado en Anita Brenner, Idols behind Altars (Nueva York: Harcourt, Brace & Co., 1929), 230.Las artesanías indígenas eran consideradas el arte de los campesinos, y, aún más importante, eran la expresión artística vista como la menos contaminada por formas de arte extranjeras. Para celebrar “lo más mexicano de México”, el gobierno de Obregón impuso un impuesto único a las élites para patrocinar una Exposición de Arte Popular, en la que se presentarían 5000 objetos, para celebrar el centenario de la independencia mexicana de España en 1921.Gerardo Murillo (“Dr. Atl”), parafraseado en Rick A. López, Crafting Mexico: Intellectuals, Artisans, and the State after the Revolution (Durham, NC: Duke University Press, 2010), 88.Para asegurarse de que sus elecciones expresaran el espíritu esencial del pueblo mexicano, los organizadores de la exposición excluyeron objetos que reflejaran una influencia moderna o extranjera. Consciente de la oportunidad de promover la imagen de México en los Estados Unidos, Obregón patrocinó el traslado de la exposición a Los Ángeles, seleccionando como autora del catálogo a la escritora estadounidense, residente ocasional en México, Katherine Anne Porter, quien describió el arte popular como el “registro ininterrumpido del espíritu racial [del campesino mexicano]”.Katherine Anne Porter, Outline of Mexican Arts and Crafts (Los Ángeles: Young & McCallister, 1922), 4.La presentación de la exposición en Los Ángeles, que duró dos semanas, causó furor e impulsó la moda comercial por las curiosidades mexicanas en los Estados Unidos, estableciendo así una equivalencia entre el México “real” y su población indígena. De lejos, esta comunidad parecía poseer una pureza, una dulzura divina y un sentido innato de la armonía y la belleza que la conectaba con un pasado más profundo, arraigado en tradiciones ancestrales.

Esta visión de México capturó la imaginación estadounidense y se propuso como un antídoto al desarraigo y al aislamiento de la vida urbana e industrial moderna. Desde principios del siglo XX, los intelectuales estadounidenses habían expresado una preocupación de que el énfasis materialista del país y su obsesión con los logros individuales privaran al ciudadano común de la sensación de “totalidad” que surge de sentirse parte de una sociedad orgánica. El crecimiento acelerado del consumismo y de la cultura de los medios de comunicación masiva en la década de 1920 provocó extensos debates públicos acerca de las desventajas de la vida moderna. Estos interrogantes se ejemplifican en el libro ampliamente conocido de 1929 Middletown, de Robert y Helen Lynd, un estudio sociológico que la pareja realizó de una pequeña ciudad estadounidense de Muncie, Indiana, a cuyos habitantes describieron como aislados dentro de una comunidad caracterizada por lazos sociales desgastados. Los intelectuales estadounidenses residentes en México, como Anita Brenner, Frances Toor, Stuart Chase y Carleton Beals contrapusieron dicho aislamiento con la vida en los pueblos rurales de México, a la que veían, a través de una lente de idealización, como un edén poblado por un pueblo íntimamente conectado con la tierra y guiado por una inocencia y una autenticidad incorruptas. Así lo hizo Toor en Tradiciones populares mexicanas, la revista bilingüe que publicó en Ciudad de México entre 1925 y 1937; también Brenner en diversos artículos y su libro tan influyente, Ídolos detrás de los altares, de 1929; y Chase y Beals en sus exitosos libros de 1931, Mexico: A Study of Two Americas y Mexican Maze, respectivamente. Escribiendo como si estuvieran “encantados y convencidos por un milagro”, como lo expresó un crítico, estos autores valoraban las pequeñas comunidades agrarias de México, considerándolas espiritualmente superiores a la reglamentación y la alienación características de la vida urbana moderna.Katherine Anne Porter, “Old Gods and New Messiahs”, New York Herald Tribune, 29 de septiembre de 1929.Beals escribe que a diferencia de los estadounidenses, que vivían “vidas compartimentadas”, la vida del campesino mexicano “es una sola textura”. Y añade, “Para él, el día forma parte de una unidad, que complace por su integridad.”Carleton Beals, Mexican Maze (Nueva York: Book League of America, 1931), 117.Su opinión coincidió con la de Chase, cuyo libro Mexico: A Study of Two Americas comparó la Middletown de Lynds con el pueblo mexicano sureño de Tepoztlán. Los valores en Tepoztlán, escribió Chase, se basan “en cosas innatamente valiosas… Para el mexicano de pueblo, la vida se presenta clara y nítida ante sus ojos… El futuro se alza como un gran cuervo negro sobre Middletown. En Tepoztlán, el cielo está despejado… Nosotros estamos repletos de objetos esencialmente insignificantes y, siendo humanos, trastabillamos, confundidos y perplejos, intentando hallar los valores que volverán a darle significado a la vida. En Tepoztlán…nunca se molestan en pensar sobre el significado de la vida. Allí se vive”.Stuart Chase, Mexico: A Study of Two Americas (Nueva York: Macmillan, 1931), 221–24.La popularidad de dichos libros inspiró una añoranza generalizada en Estados Unidos por una forma de vida más sencilla y auténticamente espiritual, a pesar de que varios críticos de izquierda desestimaron la obra de estos autores por considerarla una escuela primitivista que entendía a “México como el noble salvaje” e ignoraba las brutales realidades de la vida de los campesinos.John A. Britton, Revolution and Ideology: Images of the Mexican Revolution in the United States (Lexington: University Press of Kentucky, 1995), 120. La frase de Britton estaba especialmente dirigida a la obra de Joseph Freeman “The Well-Paid Art of Lying”, New Masses 7, n.° 5 (octubre de 1931): 10–11.Sin embargo, cualquier tipo de veneración por la cultura mexicana que inspiraran las entusiastas valoraciones de estos autores no se le extendió a la gente de ascendencia mexicana que vivía en los Estados Unidos. En efecto, ellos vieron su situación empeorar durante los primeros años de la Gran Depresión y se transformaron en el foco de hostilidades racistas y prácticas laborales explotadoras cuando los gobiernos estatales y locales de todo el país, actuaron en respuesta al llamamiento que hizo el presidente Herbert Hoover para dar “trabajo en Estados Unidos a los verdaderos estadounidenses”. Esta iniciativa dio inicio a campañas que tenían por objetivo enviar a los mexicano-estadounidenses a México, ya fuera voluntariamente o por medio de una deportación forzada. Se estima que unas dos millones de personas llegaron a ser sometidas a la “repatriación”, como se llamó eufemísticamente a estas purgas, aunque se cree que más de la mitad eran ciudadanos estadounidenses por nacimiento.

Mientras tanto, en México, la imagen idealizada de la vida campesina se vio reforzada por artistas nacionales como Rivera, Miguel Covarrubias, Frida Kahlo y Alfredo Ramos Martínez, además de por extranjeros como Edward Weston, Tina Modotti, Sergei Eisenstein y Paul Strand. Conscientes del papel central que jugaba la revolución en el mito del nuevo México, estos artistas equilibraron sus representaciones idealizadas de campesinos con narrativas visuales del sufrimiento y la opresión que la población había soportado bajo el mando español y la dictadura de Díaz, así como la heroica lucha del pueblo por su emancipación. Y en ningún lugar fue esto más cierto que en los murales públicos encargados por la Secretaría de Educación Pública del gobierno, dirigida por el conocido filósofo y escritor José Vasconcelos. Muchos de los artistas a los que Vasconcelos contrató eran comunistas que habían luchado en la revolución y quienes, en 1922, habían conformado un sindicato, llamado el Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores, al mando de Siqueiros, Rivera y Xavier Guerrero. El manifiesto de la organización, escrito por Siqueiros, repudiaba explícitamente “la pintura llamada de caballete y todo el arte de cenáculo ultraintelectual por aristocrático y exaltamos las manifestaciones de arte monumental por ser de utilidad pública.”El manifiesto de 1922 se publicó en inglés en el libro Art and Revolution de David Alfaro Siqueiros, trad. Sylvia Calles (Londres: Lawrence and Wishart, 1975), 24–25.Además, proclamaba que “siendo nuestro momento social de transición entre el aniquilamiento de un orden envejecido y la implantación de un orden nuevo, los creadores de belleza deben esforzarse porque su labor presente un aspecto claro de propaganda ideológica en bien del pueblo, haciendo del arte, que actualmente es una manifestación de masturbación individualista, una finalidad de belleza para todos, de educación y de combate”. Artistas de todo México y el mundo apoyaron esta causa, pero serían Rivera, Orozco y Siqueiros quienes se convertirían en las figuras más importantes y, en particular, Rivera, cuyo dominio virtual de las comisiones hacia finales de los años veinte llevó a algunos observadores contemporáneos a considerar erradamente el muralismo mexicano como un movimiento homogéneo poseído por “una idea, una estética y un objetivo.”Octavio Paz, citado en Rita Eder, “Against the Laocoon: Orozco and History Painting”, en José Clemente Orozco in the United States, 1927–1934, ed. Renato González Mello y Diane Miliotes (Hanover, NH: Hood Museum of Art, 2002), 230.

Aunque ese no fue el caso, la extraordinaria producción de Rivera entre 1923 y 1928 y su difusión en la prensa le ganaron la reputación en los Estados Unidos como “el mejor pintor de México”, cuya obra plasmaba “el espíritu de México”.Bertram D. Wolfe, “Art and Revolution in Mexico”, The Nation 119, n.° 3086 (27 de agosto de 1924): 207; Gruening, Mexico and Its Heritage, 640.Las narrativas épicas del artista sobre la historia mexicana transformaron a los campesinos y la revolución del país en relatos mitológicos.” Para representar las dificultades y los triunfos heroicos del pueblo indígena mexicano y celebrar su cultura popular, el artista utilizó figuras con tonalidades altas, estilizadas y volumétricas, así como una estética moderna de “montaje” proporcionándole a la nación una visión de sí misma como un país unificado que compartía un mismo pasado, presente y futuro. Por el contrario, Orozco representó la lucha por la liberación como una tragedia y una promesa sofocada, a través de la inquietante calma de sus escenas revolucionarias que expresan resignación y desesperación en lugar de esperanza. Siqueiros, el más joven de “Los tres grandes”, como se llamaba a los tres muralistas principales, se centró principalmente en la organización obrera durante la década de 1920 en lugar de dedicarse a la creación artística. Sin embargo, como secretario general del Sindicato y director ejecutivo de su revista, El Machete, desempeñó un papel fundamental durante este periodo de articulación de los objetivos artísticos y políticos del muralismo mexicano por medio de sus textos y discursos. Cuando regresó a la pintura en 1930, empleó texturas irregulares, tonalidades oscuras resonantes y figuras esculturales arraigadas en las formas prehispánicas, para forjar un arte revolucionario tanto en lo político como en lo estético.

En 1924, Plutarco Elías Calles sucedió a Obregón en la presidencia de México. Concentrado principalmente en la economía del país, se deshizo de los encargos de murales para todos excepto Rivera. Orozco fue el primero de los tres grandes en venir a los Estados Unidos en busca de patrocinio.

El texto anterior es un extracto traducido al español de Vida Americana: Mexican Muralists Remake American Art, 1925–1945, editado por Barbara Haskell y publicado por el Whitney Museum of American Art en colaboración con Yale University Press © 2020.